A mis 15 o 16 años, ciega de amor por un niño de 18, recién incorporado a mi grupo, que empezaba la carrera (eso para mí era un mundo) y que tocaba la guitarra y cantaba (eso ya el universo), convencí a mis padres para invitar a la pandilla una noche al jardín de mi casa, a cenar en la piscina y que M.( No pongo el nombre por si me lee, jaja), nos diera un concierto.
Pasé una semana preparándolo todo: cómo nos íbamos a sentar, el mejor sitio para que él cantara, lo que pondría para cenar… Hice un croquis del lugar, e incluso miré cuando la luna estaría más creciente. Ya me conocéis, mi mente totalmente sumergida en el tema y soñando, y disfrutando el momento, aún cuando todo era un castillo de hielo.
Nunca se llevó a cabo...
Es la primera vez que hay constancia en mi memoria de haber construido lo que he hecho durante toda mi vida, yo les llamo así, “castillos de hielo”, puesto que son bonitos mientras duran, pero se funden tan rápidamente bajo el sol…
Sigo haciéndolo hoy en día e incluso ahora más a menudo…
Disfruto de mis planes como si fueran a realizarse, aunque la mayor parte de las veces se derritan y sólo quede un charco de agua, que nos recuerda que ahí hubo algo, pero que ya no existe.
Al principio era frustrante, pero ahora he logrado disfrutar del periodo en que, día a día, voy levantando mi castillo y, consigo que la frustración dé paso a la alegría de haberlo disfrutado aún siendo ...“¿Irreal?"