El día había sido duro. El trabajo de la casa, las prisas
con las compras navideñas, los regalos y adornos de Navidad, imponen un ritmo frenético que al final pasa factura.
Había comido apresuradamente y mientras esperaba que llegase la hora de poner
la mesa para la cena de Nochebuena me senté a descansar en un sillón echándome
por encima mi vieja manta de lana
blanca.
Bajo el sopor del merecido rato de relax, fijé la vista en las estáticas figuras del
Belén. ¿Estáticas? Como por arte de magia el Belén había cobrado vida. Observé
como los pastores corrían de un lado a otro gritando que El Niño ya había
nacido. Cada uno tomaba de su choza presentes para llevar a esa familia que acababa
de tener un bebé en un establo. Alguien dijo en voz alta que el recien nacido tenía frío y pedían algo para arroparle, pero en sus manos solo había alimentos como leche, huevos o miel, incluso leña para hacer un fuego. Nadie tenía una manta… Entonces me di cuenta de que yo estaba
arropada con mi viejo cobertor de lana, y desprendiéndome de él, me acerqué al
portal y se lo tendí a María que me sonrió agradecida. Tapó con cuidado a su
hijo y volvió su rostro hacia José, que también me sonrió.
En aquel momento desperté. Estaba en mi sillón y sentía
frío. Pero… ¿Y mi manta? Estaba segura de que me había arropado con ella.
Entonces, dirigiendo mi mirada hacia el Belén vi como cada pastor permanecía en su sitio y que todo era tranquilidad en el
portal. María y José contemplaban embelesados al bebé y El Niño, acostado en el pesebre, dormía calentito bajo mi vieja manta de lana…